Agencia La Oreja Que Piensa. Por Carol Calcagno (*)
Tenía 17 años cuando mi amiga Gabriela, me dijo de marchar el 24 de marzo. A partir de ahí todos los veinticuatro me llevaron a recordar ese momento. Ella tenía su primo, maestro rural, desaparecido.
La tarde otoñal nos encontró en avenida De Mayo. La gente llevaba carteles con rostros fotografiados en blanco y negro. Eran muchos rostros. Eran muchos carteles. Gabriela me pasó uno, estaba armado al igual que un estandarte; yo lo levanté como quien levanta la bandera de su país, y me uní a los demás pasos. Ni sabía quién era el hombre que figuraba en la foto, pero qué importaba saber. Solo había que sentir. Y creer.
Caminamos por la avenida acompañando a las mujeres de pañuelos blancos. En la multitud se respiraba emociones genuinas. Las de ausencias e incertidumbres. A pasos de la Plaza de Mayo se empezaron a ver los colores que esfumaban las bengalas. Las voces se elevaron en un mismo canto. Las banderas se unificaron. Más nombres flameando. De manera impensada, se generó un escenario donde las miradas de los vivos parecían abrazar las miradas de los muertos.
En ese momento no comprendía la magnitud de los hechos. Aunque en la biblioteca de casa me esperaba el libro Nunca Más; que para ese entonces solo había leído el prólogo, el que escribió Ernesto Sábato.
El pasado 22 de marzo en los mismos epicentros de la ciudad de Buenos Aires, se congregaron muchas personas en el Día Mundial del Agua. La inquietud no varía, ayer personas; hoy personas y recursos naturales.
Nada se olvida por más que hayan pasado 45 años. Las generaciones continúan entretejiéndose. Las calles todavía oyen aclamar la libertad de ser.-
(*) Periodista y escritora.