Agencia La Oreja Que Piensa. Por Leticia Martínez Hernández. Fotografía de Ismael Francisco. http://www.cubaperiodistas.cu/
¿Nos duele la muerte del Comandante en Jefe? Multipliquemos por un millón ese dolor y aún estaremos lejos de lo que siente Raúl. Este 25 de noviembre debió haber sido uno de los peores días de su vida, quizás tan triste como aquella otra jornada aciaga en la que perdió al amor de su vida: la insuperable Vilma.
Por las Redes Sociales corre el último fragmento de su alocución. Cuando termina de leer, se echa hacia atrás en la silla, gira su cabeza hacia un lado y suspira, como intentando desahogar todo lo que en ese instante le oprime el pecho. Parece que le ha costado un mundo leer aquellas pocas líneas; la voz, que a veces quiere quebrarse, llega hasta el final, hasta la frase última, esa en la que convida a su querido pueblo a la victoria siempre, aún cuando él mismo está herido, casi de muerte.
La noticia tenía que darla él, solo él podía comunicar tamaño dolor al pueblo de Cuba, aunque su corazón estuviera maltrecho por la despedida. No podría afirmarlo, pero al verlo allí, tan solo, supuse que esa oficina era el último lugar en el que quería estar. A esa hora y con ese dolor, quizás se hubiera sentido más aliviado entre los suyos, rodeado de sus hijos, sus nietos, sus bisnietas, sus amigos, los compañeros de lucha que aún le dan pelea al tiempo y sus recuerdos. Pero el General de Ejército, el presidente de Cuba, debía desprenderse de su condición de hermano, tenía que ser fuerte y anunciarle al mundo que Fidel, el fundador de la Revolución Cubana había muerto.
Sus palabras desencadenaron un terremoto sin escalas, un tsunami que nos tragó a todos y nos dio la madrugada más angustiosa de la historia. Si así fue para nosotros ¿qué dimensión ha de tener el abismo que se le abrió a Raúl a las 10 y 29 de la noche del 25 de noviembre del 2016? Él, que nació a su lado; que estudió en sus escuelas; que lo persiguió hasta La Habana; que lo escoltó sin cuestionamientos al Moncada; que lo acompañó a México; que regresó a su lado en el Granma; que junto a él caminó Sierra arriba y Sierra abajo; y que fundó, mano a mano con él, la Revolución que nos salvó.
Por ese compromiso perenne, en el año 2006, Fidel delegó en Raúl todos sus cargos: el del Primer Secretario del Comité Central del Partido; el de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y el de Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros. La salud de Fidel se había quebrantado, pero ahí estaba el hermano más fiel. En una magnitud mucho más grande, volvía a repetirse la historia de aquel discurso en que Fidel perdió la voz y Raúl lo socorrió. Ya la sabia madre, Lina Ruz, allá en Birán, lo había profetizado cuando después de la traición de Urrutia recortó su figura de la fotografía en que acompañaba a Fidel, a Camilo y al Che, colocó entonces la de Raúl y dijo: “Ahí lo voy a poner, porque ese sí que nunca traicionará a su hermano”.
Cuentan quienes estaban cerca, que Raúl era el primer lector de las Reflexiones del Comandante; y todos sabemos que aquel consultaba con este todas las decisiones que implicaban el futuro de Cuba. Eran dos, pero parecían uno.
Por eso esta noche en que mi barrio se ahoga en un silencio triste, pienso en Raúl, en sus dolores, en sus inmensas pérdidas, en la responsabilidad que tiene con esta Cuba, en el esfuerzo sobrehumano que tendrá que hacer estos días para parecer fuerte frente a un pueblo que llora. Con él seguiremos de pie, porque Raúl también es Raúl.